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¡Gracias!

Así es, ¡gracias!, porque es todo lo que puedo decir después de haber estado recibiendo día a día todos sus comentarios.

Gracias, primero que todo, por haber querido leer mi libro. Sé que es un gran acto de valentía, y fe, el enfrentarse a la decisión de leer la publicación de un autor nuevo, porque no existe referencia alguna para decidir que lo que puedo encontrar en sus palabras sea realmente fructuoso para dedicarle mi tiempo y mis energías. Por eso, gracias.

Gracias también por tomarse el tiempo de escribir y enviarme sus apreciaciones. Les aseguro que cada una de ellas me llena de confianza en el camino por recorrer.

Es una sola palabra, me gustan las palabras solitarias (ustedes, quienes me han leído, me entienden ;) pero ella sola encierra todo lo que quiero decirles a cada uno de ustedes, mi lectores.

¡Gracias!

La razón de mi ausencia

A veces, cuando las ideas no vienen, cuando parece que la mente no quiere acompañarte en la aventura de la escritura, en ese hermoso y doloroso camino de crear ambientes, situaciones y juegos interactivos entre tú y tus lectores, lo mejor es detenerse, pensar en otra cosa, hacer algo diferente y volver después, con la mente y el espíritu dispuestos a darlo todo de sí.

He hecho una pausa larga en este blog, y ya es hora de decirles el porqué, porque ustedes, los que me han seguido en este espacio que nos une, y por lo cual les agradezco siempre, merecen saberlo. La razón, aunque sencilla, tal vez no justifique mis repetidas ausencias, porque a pesar de ser la mayor aventura en la que me he embarcado hasta hoy, podría haber sacado el tiempo para escribir unas notas y estar más tiempo con ustedes, pero ya lo pasado es pasado y no vale la pena permanecer en él sino mirar al futuro y retomar las riendas, así que hoy he de decirles eso que tanto me alejó.

Este es un espacio para hablar de narraciones, de cómo escribir, de esos pequeños y nada nuevos “truquillos” que nos pueden llevar de una mejor manera a escribir eso que siempre hemos querido contar, y la verdad es que de nada valdrían todos ellos si yo mismo no los ponía en práctica y me daba a mí mismo la oportunidad de utilizarlos, de poder llegar a todos ustedes y a todo aquel que también quiera leer lo que yo humildemente les ofrezca, y por ello me decidí al fin a escribir, aunque mejor sería decir que me decidí a mostrar mis escritos, y me embarqué en la aventura de desarrollar mi primera historia.

Así es, esa era la razón de mi ausencia del blog: ¡Estaba escribiendo mi primera novela!

Es una emoción indescriptible, los que me llevan delantera lo saben, y los que vienen detrás lo sabrán. Pronto les contaré más, por ahora sólo puedo gritar y saltar de contento y contárselos así a ustedes, mis fieles y queridos lectores y seguidores, y prometerles que me tendrán más seguido por estos lares.

Un abrazo, mil felicidades, y me gustaría saber cuántos de ustedes van delante de mí en esta aventura y cuántos están ya en el camino.

El dolor de la partida

Cuando salí de mi tierra sólo llevaba el alma preñada de ilusiones, todo lo demás lo sentía vacío. Vacío como aquél que me llenaba el pecho, que me apretaba la garganta y me llenaba los ojos de un llanto incómodo y embarazoso. Un vacío que me agrandaba las dudas y el miedo ante la incertidumbre de iniciar un camino nuevo en tierras lejanas. Dudas y miedo de saber si podría salir adelante y cumplir con los sueños de una vida mejor. Un vacío que se tornó casi insoportable cuando al otro lado de la ventanilla tras la que estaba sentado descubrí los ojos de  mis hermanos y mi madre diciéndome adiós con una mezcla de tristeza, esperanza e ilusión por el futuro de aquél que se iba de la casa.

Recuerdo que en esos momentos mi alma era una caldera de sentimientos encontrados. Por una parte sentía una emoción y una expectativa enormes por las aventuras que me prometía esa nueva vida, pero al mismo tiempo me dominaba un miedo casi paralizante ante la posibilidad de no alcanzar mis sueños y defraudar de paso todas las ilusiones de aquellos que verían en mis posibles triunfos la realización imaginada de sus propios anhelos. Aunque debo aceptar que lo que más me aterraba era dejar mi tierra, y debo decir también que en ése momento no supe por qué, así como tampoco supe que sólo el tiempo me traería la respuesta.

Hoy, cuando ha pasado ya un tiempo y me descubro a mí mismo acudiendo a la memoria para volver a recorrer mis pasos, tengo que aceptar que a pesar de todo lo que he vivido desde aquel día, haya sido bueno o malo, y sin importar los triunfos conseguidos ni los fracasos coleccionados y reparados con tanto esfuerzo, hay tardes en las que miro al cielo y me imagino que es el cielo de mi pueblo. El mismo que miraba cuando niño, el mismo que me despidió junto con los míos aquella vez al partir, el mismo bajo el que di mi primer beso, y el mismo bajo el que lloré por una desilusión también por primera vez.

Y el alma se me llena de nostalgia. Se me inundan los sentidos con el aroma del arroz con leche recién hecho en la cocina de mi casa; con el sonido de las palanganas de los vendedores callejeros; con la sensación del calor en la planta de los pies por la tierra requemada del verano y la brisa de diciembre acariciándome la cara. Cada pedacito de mi cuerpo quiere saltar cuando me acuerdo de los juegos infantiles, y en el rostro me aparece sin permiso una sonrisa cuando pasan frente a mí una tras otra las caras de los amigos que crecieron conmigo en el pueblo de mis recuerdos. Y así como esos recuerdos se abalanzan desbocados sobre el cielo de mi memoria, me llega también de pronto la respuesta por tantos años buscada y por tanto tiempo esquiva.

¡Es que al dejar mi tierra me dejaba a mí mismo sembrado en ella! Al fin lo entiendo, porque cuando partí no me fui de un pueblo, de un sitio material, sino que todo lo mío se quedaba en él. Era yo quien se estaba dividiendo en un antes y un después, era mi vida entera la que dejaba para ir a buscar una nueva. Era a mí a quien dejaba para ir a buscar otro yo lejos de allí. Es por eso que ahora entiendo el hecho de que en esos momentos, cuando a veces me descubro mirando al cielo y sintiéndome aquél niño que era en mi pueblo, una energía reconfortante y una brisa alentadora me llenan cada poro de mi ser y me siento pleno y feliz.

Ahora entiendo también los versos que hizo mi madre y que me entregó en aquella despedida, y puedo por fin recorrer con ternura el surco de la arruga que le dejó mi partida, y aunque la mía no se vea, como tú decías, desde donde estés yo sé que sí la ves:

“Esa arruga, cuando yo la miro
Me dice: soy tu ausencia.
Y yo pienso: la mía no se ve,
Porque va en el alma,
Porque igual que mi ropa va planchada
En el plan de mi maleta.”

Perro viejo late echado

Poco a poco la vida me ha ido enseñando que no es el tiempo el que es escaso, sino nuestra acelerada angustia la que nos mata el tiempo.

No sé cuándo ocurrió ni cómo exactamente, pero hubo un momento mágico y reciente en el que me di cuenta de que el tiempo ya poco me importaba; o por lo menos no de la forma como hasta hace poco lo hacía. Me di cuenta con miedo, casi con pánico al principio, que era porque estaba cruzando el umbral del que siempre me burlé y hasta menosprecié. Me di cuenta que mis canas no eran el resultado solamente de una herencia genética, sino que me estaban indicando que los años habían pasado

Y repito, el miedo fue enorme, porque sentí en un ramalazo inicial de insensatez que la vida se me estaba acabando; que el tiempo me estaba castigando por la prepotencia de mis años mozos; pero poco a poco fui comprendiendo que al contrario de mis prevenciones, no los estaba dejando, sino que estaba llegando al fin al umbral de los mejores años.

Me di cuenta de que lo que antes fue un frenético nado en las aguas de la vida, en donde lo único que importaba era el sólo hecho de avanzar, revolviéndolo todo a mi paso y levantando un fangal que impedía ver más allá de mi nariz; ahora se había convertido en un suave viaje en el que, sin perder de vista las metas, ahora lo que me importaba era el disfrute de ir observando a cada brazada la hermosura en el fondo del estanque.

Me di cuenta que ahora, cuando el reloj no es quien marca el paso de mi tiempo, es cuando he empezado a ser más productivo. Ahora, cuando me importa un bledo lo que dicten la moda o las tendencias momentáneas, es cuando he empezado a disfrutar con verdadero e inmenso placer de cada uno de los atuendos que se me da por ponerme.


Ahora me he dado cuenta de que lo que iba a hacer, ya lo hice; y si no lo hice ya no lo haré, así que qué más da. Ahora me divierto y me río solo descubriendo los errores infantiles del pasado; amando los recuerdos de los seres que encontré en mi camino; dando gracias por todas las caídas y afanes anteriores, porque sin ellos no habría aprendido a levantarme y a darme cuenta de lo que soy capaz.

Ahora prefiero un buen trago, uno, pero del bueno, al lado de una grata compañía y de una conversación inteligente y divertida. Ahora me tomo el tiempo para escribir cosas como esta y, sobre todo, saber que las comparto con gente como tú.

“Gracias a la vida, que me ha dado tanto…”

¿Poner o colocar? Esa es la cuestión

He tratado de quedarme callado cada vez que oigo a alguien utilizando el verbo colocar en lugar del hermoso y correctísimo poner; sin embargo, lo que más me embejuca es la excusa o la justificación de tan descabellado reemplazo:

“Es que las únicas que ponen son las gallinas”

Y lo peor es que tal estupidez se escucha en boca de “eminentes” comunicadores y altos representantes de nuestra sociedad; de locutores y comentaristas deportivos, que la defienden con tal convencimiento, que no existe nada en este mundo que los haga cambiar de opinión o colocarse colorados por tal desatino.

Es así como, en el colmo de la “culta ignorancia”, escuchamos por ahí algunas burradas como las siguientes, en las que nos hace caer en cuenta Soledad Moliner:

"Me coloca al borde de la quiebra"
"A la bebé la colocaron Valentina"
"Eso me colocó a pensar"
"Ella se colocó brava"
"La debo colocar en práctica"
"Esta tarjeta es para que no le coloquen problemas al entrar"
"Me colocó en ridículo"
"Voy a colocar la queja"
"Esas cosas me colocan nervioso"
"No pude asistir, porque mi mamá se colocó enferma"

No quiero parecer demasiado crítico, ni dármelas de máster idiomático, porque no lo soy; aunque acudo a tu tolerancia para que aceptes que me desahogue de esta manera y me des la oportunidad de lanzar este grito que ya no puedo contener más. Es por eso, porque no soy tal maestro, que comparto contigo estas palabras de la misma Soledad Moliner:

“Parte del encanto de una lengua son sus matices. Colocar es un matiz de poner, así como guisar es una precisión de cocinar. Por eso no son sinónimos, y a menudo es una barbaridad sustituir "poner" por "colocar".

En su acepción más amplia, según don Rufino J Cuervo, colocar es "poner en el lugar debido". La Real Academia dice algo semejante. Así, pues, colocar no es simplemente poner, sino poner donde corresponde. De manera que nadie se coloca colorado, ni enfermo. En cambio, aquella lamparita hay que colocarla en la mesa roja, porque en la verde se ve mal.

Otras dos acepciones específicas de colocar: 1) Invertir dinero, acciones o valores ("Coloqué plata al tres por ciento"). 2) Acomodar a una persona en un empleo ("Mi hermano se colocó en el Senado").

Como norma general, evite el uso de "colocar" y juéguesela con "poner": hay menos posibilidades de meter las patas y ponerse colorado.

Además, conviene hacerlo ya mismo, antes de que el virus contamine a toda la familia: "Hay que poscolocar la cita", "No es bueno antecolocar los intereses personales a los de la patria"”.

Por último, quiero compartir contigo que las acepciones del verbo colocar son cinco, y las del verbo poner son CUARENTA Y CUATRO; así que, amigo mío, cuando escuches a alguien utilizando “burrísticamente” el colocar en lugar del gallardo y fabuloso poner, por favor, hazle caer en cuenta de su infantil error, y hazlo con la plena convicción de estar haciéndole un bien a nuestro idioma.

¡Ah!; y por favor, hazlo… ¡sin colocarte colorado!

Michael Jackson, in memorian

Michael Jackson, todos hablan de él como si lo conocieran. Unos lo idolatran y otros lo menosprecian, y hasta lo odian; pero ninguno podrá negar nunca que él cambió la forma de hacer música.

Su forma de bailar y presentar su música influyó a todos los artistas surgidos desde su época y hasta mucho más allá de los días que están por venir.

Yo, un jovencito nacido en un pequeño y remoto pueblo en donde nunca se oía música en un idioma diferente al español, tengo que reconocer que me impactó aquella noche en la que vi a un ser especial bailando sobre unas baldosas que se iluminaban a medida que él pasaba por ellas.

Yo, y lo digo sin ocultarlo y hasta con orgullo, lo admiro. Él me demostró lo que se puede hacer cuando se cree en el talento propio; aunque también es mi referente para ver lo que es capaz de hacer con un ser humano una sociedad a la que le gusta solazarse con el dolor de los demás.

Michael Jackson, y a muchos se les olvida, más allá del verdadero artista que era, fue un ser humano; y que como ser humano se enfrentó desde una infancia temprana a las fauces de una sociedad rencorosa y vengativa. Una sociedad que desde el principio lo miro como un niñito “negro” con una grande y chata nariz de negro. Una nariz con la que nunca pudo sentir que satisfacía la “perfección” establecida y exigida por esa sociedad.

Una infancia arrebatada y a la que siempre quiso aferrarse poniendo el alma en ello. Un ser humano que amaba a los niños (y no lo digo con la sorna con la que otros lo dirán), porque para mí, siempre será inocente de todo ello, ya que su mente aferrada a esa infancia robada no podría nunca pensar en las cosas de las que algunos, buscando sólo un provecho económico, lo acusan por el sólo hecho de ser quien era.

Estas son palabras escritas con el tremor que me produce la reciente noticia, aún sin terminar de confirmarse, de su muerte. Si es así, adiós al rey del pop. Siempre serás un referente, siempre habrá quien retome tus banderas de save the children, tus ideales de save the world.

God save the king.

Hay días en los que somos tan…

Sí, hay días en los que somos tan lúgubres, tan lúgubres, que hasta una puesta de sol nos resulta triste, una palabra no tiene valor y el amor nos importa un comino.

Pero hay días en los que, aunque no haya sol, todo pensamiento enciende la ilusión y la vida se llena de cosas hermosas.

Hasta las serenas gotas que golpean la tranquila hoja de un árbol nos llenan de paz y su constante tintineo, reventando en pequeñas gotas, parecen coronar su verde tez con chiquititas coronas de cristal.

Hay días en los que somos capaces de robarnos sin color en las mejillas las palabras de un gran poeta para decirle al otro que lo amamos, y hoy es un día de esos; y por eso, con todo lo que soy apretujado en dos palabras, te digo sin ambages y poniendo en ello lo que soy, que te amo.

Porque hoy es un día de esos…

El temor a la página en blanco

La mayoría de escritores decimos sentir un temor reverencial ante la página en blanco. La vemos como una figura amenazante y aterradora, capaz de devorar nuestras ideas sin compasión ni remordimiento.

A veces es tan grande el temor, que nos levantamos después de mucho tiempo frente a ella sin por lo menos haber escrito un garabato; y pasan días en los que la evitamos, en los que no nos atrevemos siquiera a pasar por su lado.

Hoy en día, cuando la mayoría de los que nos dedicamos a escribir lo hacemos en programas informáticos, encendemos el computador con la firme convicción de que “hoy sí”, hoy será el día en el que venza mi propia reticencia y mis temores y me lance de lleno a una nueva y hermosa aventura narrativa… y no, ese día tampoco fue.

¿Por qué?, fue la pregunta que me hice una vez. ¿Por qué ese temor, por qué a veces me aterra ese marco vacío frente a mí?

Lo primero que se me vino a la mente fue la idea de que simplemente era una falta de voluntad, una falta de compromiso hacia una causa que podía estar considerando, tal vez, improductiva.

Sin embargo después lo pensé mejor, le seguí dando vueltas a la idea en mi cabeza (casi las mismas vueltas que daba alrededor de la hoja en blanco que en la pantalla del computador con una línea negra titilante retaba desafiante a mi voluntad), y poco a poco llegué a la conclusión de que la cosa pasaba más por la idea de un posible temor al fracaso, de un no poder estar a la altura de mis expectativas, de llegar al final a entender que no era yo lo que yo mismo creía de mí, y eso, no te miento, fue un golpe duro, contundente, fulminante; y apagué el aparato, “maté” a ese maldito cursor que sin ambages se atrevía a enfrentarme contra mis propias debilidades.

Y pensé que descansaría por fin, pero no fue cierto, porque después de eso aquel cursor titilante siguió indemne su trepidar perpetuo en mi cerebro. Me acechaba detrás de cada pensamiento; a veces burlón, a veces cáustico… a veces triste.

Hasta que no pude más y mis dedos, como una prolongación de mis necesidades, se atrevieron a tocar por fin las piezas negras del teclado y en un desenfreno loco comenzaron a perseguir a ese cursor malicioso con un desfile de letras amontonadas en un no sé qué lleno de frenesí y desparpajo.

Al final, cuando la pasión y la locura dieron paso a la cordura después de un desahogo que se escapó a borbotones por mis manos, pude por fin darme cuenta de lo que había hecho, y contrario a lo que siempre pensé, no sentí temor ni responsabilidad, porque supe que lo que había puesto en esa hoja ex nívea era ni más ni menos que la esencia misma de mí mismo, y me sentí libre.

Las cabañuelas

"Ya llega enero y estrenando el año, rostros alegres de esperanza, sueñan; y comparé, mi sentimiento con las cabañuelas…”

Así comienza un vallenato (música folclórica de mi Colombia), y así quise también empezar este nuevo año; llenando mis sueños de esperanza, metiendo en las cabañuelas de esta nueva etapa todas las ilusiones de lo que está por venir.

Hoy quiero compartir contigo, y que te unas a mí, a no dejar de lado los sueños, que son al fin y al cabo el combustible que nos permite vivir; o por lo menos vivir lo que somos, ya que son ellos los que nos dan las ganas de vivir, los que nos definen.

Cada uno tiene los suyos, son los que nos hacen diferentes, y lastimosamente algunos, o casi todos (sino todos), hemos tenido que olvidarlos en alguna etapa de nuestra vida para poder suplir las necesidades básicas de nuestra materia, para terminar descubriendo después, y algunas veces demasiado tarde, que nos pasamos la vida supliendo esas necesidades y nos perdimos la verdadera vida que nos correspondía.

Está empezando un año, el mismo que se irá antes de que el gallo cante tres veces, y espero, anhelo, que no tengas que hacer como san Pedro… pedir(te) perdón por haber olvidado tus promesas.

La mía, mi promesa, es seguirte acompañando con estas notas todo este año, y compartiendo contigo las pocas cosas que sé, y te pido que me acompañes, y que ojalá compartas también conmigo las cosas que tú sabes. Recorramos juntos un camino de hermandad, de conocimiento y de amor por las letras, por las historias. Historias que a fin de cuentas son las que van formando nuestra existencia, ¿o qué seríamos si no tuviéramos una historia para contar?

Te dejo por hoy, ya nos volveremos a “ver” en una nueva nota, y quiero cerrar como abrí, con una parte del vallenato “Las cabañuelas”, que cantan Los Hermanos Zuleta:

“…se desbordó el silencio, y se escucha un eco de felicidad… esas son las cabañuelas de un hombre enamorado, que sueña que se le olviden sus penas, que anhela que este por fin sea su año…”