La mayoría de escritores decimos sentir un temor reverencial ante la página en blanco. La vemos como una figura amenazante y aterradora, capaz de devorar nuestras ideas sin compasión ni remordimiento.
A veces es tan grande el temor, que nos levantamos después de mucho tiempo frente a ella sin por lo menos haber escrito un garabato; y pasan días en los que la evitamos, en los que no nos atrevemos siquiera a pasar por su lado.
Hoy en día, cuando la mayoría de los que nos dedicamos a escribir lo hacemos en programas informáticos, encendemos el computador con la firme convicción de que “hoy sí”, hoy será el día en el que venza mi propia reticencia y mis temores y me lance de lleno a una nueva y hermosa aventura narrativa… y no, ese día tampoco fue.
¿Por qué?, fue la pregunta que me hice una vez. ¿Por qué ese temor, por qué a veces me aterra ese marco vacío frente a mí?
Lo primero que se me vino a la mente fue la idea de que simplemente era una falta de voluntad, una falta de compromiso hacia una causa que podía estar considerando, tal vez, improductiva.
Sin embargo después lo pensé mejor, le seguí dando vueltas a la idea en mi cabeza (casi las mismas vueltas que daba alrededor de la hoja en blanco que en la pantalla del computador con una línea negra titilante retaba desafiante a mi voluntad), y poco a poco llegué a la conclusión de que la cosa pasaba más por la idea de un posible temor al fracaso, de un no poder estar a la altura de mis expectativas, de llegar al final a entender que no era yo lo que yo mismo creía de mí, y eso, no te miento, fue un golpe duro, contundente, fulminante; y apagué el aparato, “maté” a ese maldito cursor que sin ambages se atrevía a enfrentarme contra mis propias debilidades.
Y pensé que descansaría por fin, pero no fue cierto, porque después de eso aquel cursor titilante siguió indemne su trepidar perpetuo en mi cerebro. Me acechaba detrás de cada pensamiento; a veces burlón, a veces cáustico… a veces triste.
Hasta que no pude más y mis dedos, como una prolongación de mis necesidades, se atrevieron a tocar por fin las piezas negras del teclado y en un desenfreno loco comenzaron a perseguir a ese cursor malicioso con un desfile de letras amontonadas en un no sé qué lleno de frenesí y desparpajo.
Al final, cuando la pasión y la locura dieron paso a la cordura después de un desahogo que se escapó a borbotones por mis manos, pude por fin darme cuenta de lo que había hecho, y contrario a lo que siempre pensé, no sentí temor ni responsabilidad, porque supe que lo que había puesto en esa hoja ex nívea era ni más ni menos que la esencia misma de mí mismo, y me sentí libre.
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