Recuerdo cuando cumplí mi primer día de nacido.
No me pregunten el porqué lo recuerdo, yo también me he hecho esa misma pregunta muchas veces y aún no he logrado encontrar una respuesta.
Lo que sí les puedo asegurar es que la felicidad de mi madre era muy grande, y que se pasó casi todo un día completo sin moverse de nuestro lado. Tal vez fuera porque parirnos a nosotros siete la hubiera dejado exhausta, aunque me inclino a pensar que fue porque no se quiso perder ni un segundo de ese nuestro primer día fuera de ella, junto a ella.
Mis hermanitos y yo apenas podíamos movernos. Nos acurrucábamos unos contra otros para darnos un poco del calor que sentíamos apenas hacía unas horas en el vientre de nuestra madre. También alcanzo a recordar que la cabeza me pesaba mucho y era como si ella fuera la que al final de cuentas decidiera hacia dónde debía moverme, ¡todavía me da risa imaginarme lo chistoso que nos debíamos ver mis hermanos y yo en esas andadas!
En esos momentos todo era felicidad y despreocupación.
Siete, sí, fuimos siete. Decían que ese era el número de la buena suerte. Quién se iba a imaginar que mi vida nada tendría que ver con ella.
Aunque, esperen un momento, porque ahora que lo pienso, tal vez sí hubo algo especial en ese día para recordarlo tan bien como lo recuerdo. ¿Saben por qué?, porque acabo de sentir la misma sensación que sentí esa vez, y ahora, ¡quién lo creyera!, he venido a entenderlo, justo ahora, cuando las manecillas del segundero del reloj que cuelga en la pared están marcando los últimos segundos de mi vida.
Continuará...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario