Si quieres seguir mejor la historia, te aconsejo que por favor leas la primera entrega
Cuando cumplí mi primera semana de vida no pensaba en nada más que en jugar y divertirme con mis hermanos. En ese entonces pensaba que todo sería felicidad, ¡qué ingenuo era!
Aunque también es cierto que cómo podría haber sabido de antemano que la vida me traería tanta amargura y desilusión.
No te he dicho que yo fui el último en nacer y, no sé por qué, también el más pequeñito, y que por esa razón generalmente me tocaba mamar cuando ya las tetas de mi pobre madre no tenían casi nada más para dar. Eso fue haciendo que mi pelaje y mi aspecto se fueran quedando atrás en donaire y bonitura con respecto a los de mis hermanos.
En ese momento no me importaba (la verdad es que nunca me importó, siempre y cuando ellos se vieran geniales, al fin y al cabo eran mis hermanos), pero con cada día que pasaba me tocó aprender a mirar cómo a ellos los cargaban, los besaban y acariciaban, y a mí me iban dejando atrás, en el rincón en el que sin saber entonces por qué, me fui recluyendo para tratar de convencerme a mí mismo de que aquel desinterés se debía simplemente a que allí no lograban verme.
Y aprendí a ser feliz con la felicidad de los demás, a chupar de sus risas la sabia para mis propias risas, a robarme la expresión dibujada en sus caras para ponerla en la mía. Aprendí a sonreír para que otro fuera feliz aún a pesar de mi propia felicidad.
A veces los recuerdos duelen.
El tic-tac del reloj sigue marcando la irremediable cuenta regresiva hacia mi final...
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