La montaña rusa

Recuerdo cuando decía “yo nunca me montaré en una montaña rusa”, y la verdad es que casi no lo hago; pero pudo más un ego lastimado que mi propio instinto de supervivencia.

¿Recuerdan, los que puedan hacerlo, cuál era la única forma de que Marty aceptara un reto cuando lo desafiaban en “Volver al futuro”?, simple y llanamente que lo llamaran “gallina”.

Así es, y yo me sentí Michael J. Fox cuando, estando parado ya justo en la entrada de la atracción, dije que no me montaba en la montaña rusa y mis amigos comenzaron a decirme de todo, hasta que a uno de ellos se le ocurrió llamarme “gallina”; y no necesité más, porque sacando valor de donde no tenía decidí recuperar mi hombría maltrecha, y les dije que ahora sí iban a ver de lo que yo era capaz, así que con el corazón a mil y las piernas de gelatina comencé el largo recorrido que me llevaría hasta aquel carrito endemoniado.

Aunque lo que yo no sabía era que ese recorrido era nada comparado con lo que venía. Primero escuché el sonido del aire comprimido que soltaba las amarras de seguridad de los que me antecedieron en el viaje, y mientras ellos se alejaban por el otro lado, por mi costado se subían sensaciones de terror a mi pecho. “Todos arriba” fue la orden de uno de mis amigos al tiempo que se subía en el carricoche como si de un caballo a punto de entrar en batalla se tratara. A mí me empujó no sé quién y me vi sentado en una de las sillas, hasta que en menos de tres segundos escuché de nuevo el sonido del aire comprimido y una banda me cercó el pecho. ¡Gracias a Dios era lo suficientemente abultada para que mis vecinos no pudieran ver mi rostro pálido y sudoroso!

Un primer “tac” fue el indicativo de la puesta en marcha, y mientras el sonido se repetía una y otra vez, entendí por fin cuál era realmente la parte más aterradora de una montaña rusa, porque no es el descenso infernal en el cual sientes que te falta el aire y la sensación de vacío no te deja respirar; no, no es eso. Como tampoco lo es cuando pareciera que el mundo entero se viene a estrellar con tu pobre humanidad, ni cuando el bamboleo inmisericorde te manda de un lado a otro sin compasión. No, no es nada de eso.

Es simple y llanamente ese lapso que transcurre desde el momento de la salida hasta alcanzar el punto más alto de la montaña. Sí, ese que pareciera ser en cámara lenta, con su fluido y constante “tac, tac” que te va taladrando el cerebro, que así como va remontando el trencito hacia los cielos, también te va subiendo la adrenalina, y te va dejando saber con sádica lentitud desde dónde te va a dejar caer, y te va mostrando cómo se empequeñece el mundo bajo tus pies, y te va dejando sentir que sí eres una gallina, y encima de todo una gallina que, como todas, no sabe volar, ni tiene súper poderes para escapar de allí, ¡oh pobre idiota!, pobre insensato que creyó ser más fuerte que su yo, hasta que sientes cómo te dejan caer y juegan con tus emociones “como juega el gato maula con el mísero ratón”.

¿Y sabes qué es lo peor?, que te termina gustando, porque de allí en adelante repetí esas sensaciones en todas y cada una de las montañas rusas que me encontré en mi camino, al fin y al cabo es una forma de enfrentarme a mí mismo, a mis debilidades, y salir vencedor en cada batalla, ¿y a ti, te gustan las montañas rusas?

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