Náufrago

Otra vez vacía.

Juan dejó caer la atarraya dentro de la canoa y la miró largamente. En realidad no la veía. En realidad no quería ver, oír ni entender nada en ese momento.

Se sentó lenta, muy lentamente en el borde de la canoa; apoyó los codos en las rodillas, levantó los puños y colocó suavemente la cabeza entre sus manos. Levantó los ojos y, en el horizonte, más allá de sus pestañas y debajo de sus cejas, percibió la luz grisácea del amanecer.

Sin moverse miró el río, estaba quieto, como él. Perecía que aquellas aguas no corrieran, parecían no seguir su rumbo natural, pero a Juan no le importó.

Total, ¿a quién carajos le importaba lo que él pensara o dejara de pensar?, pero pensó.

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