Hace unos días recibí a vuelta de correo otro de los tantos y tan gratos comentarios que cosecho de estas notas. Comentarios de los amigos que ya he cultivado con este blog, lo cual a estas alturas representa mi mayor satisfacción.
En él escribió una frase, entre muchas otras, que me puso a pensar en una de las verdades fundamentales para mí a la hora de escribir una historia, aunque él se refería exclusivamente al cine, a raíz de la nota en donde les proponía que eligieran la película colombiana que más les hubiera gustado del último año, y me manifestaba que a él lo apasionaban eran aquellas “que le dejan a uno aliento de poesía”.
No hay una verdad más cierta, por lo menos para mí, como esa verdad, y mucho más expresada con tanta sencillez y contundencia; porque esa debe ser la finalidad de toda historia, aún cuando la misma se debata entre el fango y la inmundicia, la labor del narrador debe ser la de dejar en su receptor ese aliento de poesía.
Y no me refiero con ello a la vana sensiblería, o al gusto por lo rosa y lo falto de profundidad, ya que la expresión no podría estar más alejada de tales acepciones; sino, y justamente, a ese toque profundo que se produce en las fibras más recónditas del ser, esas que se estremecen y remueven cuando una idea las golpea y nos hace reaccionar; esas que elevan el espíritu más allá de la razón y logran hacernos olvidar todas las ataduras del convencionalismo para trasladarnos a ese terreno hermoso y casi siempre vedado de nuestro propio yo, para después devolverse con toda su fuerza y, ahí sí, golpearnos el entendimiento con una brutalidad tal, que vasta un solo instante para darnos cuenta de cuál es nuestra propia verdad revelada.
Pero llegar a eso, para dejar en nuestro lector-espectador esa sensación, se requiere de trabajo, de un gran esfuerzo creativo que necesita primero de un conocimiento exhaustivo de las herramientas con las que cuento para narrar esa historia, necesito descifrar sus códigos, armar la estructura que mantenga el rascacielos de mi invención a salvo de mis propias ineptitudes posteriores, para así poder después embellecer todo aquello por donde se van a mover sus visitantes.
Y es ahí en donde todo aquél que mal pretende ser llamado Maestro empieza a patinar dentro de su propio y resbaladizo mármol de prepotencia. Ya sea porque está empezando, porque quiere reventar el mundo con sus cuernos desechando todo el conocimiento y el trabajo de sus antepasados para demostrarle al mundo que la verdad verdadera es su propia verdad; o porque algunos elogios de su manada circundante le inflaron el ego y ahora quiere demostrar que todo lo realizado por alguien ajeno a él carece de importancia.
Y es así como menosprecian y se olvidan, o dicen olvidarse, de toda estructura, toda forma, todo código, para inventarse una manera propia de comunicar, no su idea, sino su ego; ya que se olvidan de que las formas y códigos no han surgido de la nada, sino que se han ido desarrollando a través del tiempo para poder decirle al otro, de una manera que ese otro me entienda, todo aquello que yo quiero expresarle, ya luego él verá si está de acuerdo conmigo o no.
Aunque todo ese supuesto desprecio por las formas y las estructuras, en la mayoría de los casos, he de aceptar y recalcar que no en todos, sólo esconde una pereza por desarrollar un verdadero esfuerzo de trabajo creativo que produzca al final ese “dejar un aliento de poesía”, tal vez uno áspero y ácido como el que dejan las de de Julio Flórez, o quizás uno dulce y melancólico como las de Machado; un esfuerzo que muy pocos están dispuestos a realizar, y se contentan con reproducir, como dicen ellos, la realidad circundante, la cual es, también para ellos, la más hedionda y putrefacta de una sociedad, cuando es precisamente allí en donde debe surgir el talento y el trabajo creativo para no simplemente decir “eres una puta”, sino tener la capacidad de espetarle, palabras más, palabras menos: te sientes orgullosa porque te llaman mariposa, pero recuerda que la mariposa es sólo un gusano con alas…
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