El postrer calor de aquel mediodía era insoportable. El ambiente estaba enrarecido con olores de perfumes mezclados con sudores multiculturales y raciales que le daban al aire un matiz sulfuroso como el vaho de una boa.
Sesenta y tres personas me acompañaban en la fila de aquella sucursal bancaria. Lo sé porque tuve todo el tiempo del mundo para contarlos en un intento desesperado por encontrar alguna distracción que me sacara del tedio de aquella espera.
La oficina estaba ubicada en pleno centro de la ciudad, en el primer piso de un edificio antiguo que había sido remodelado de acuerdo con los cánones modernos para ese tipo de establecimiento. La fachada era totalmente de vidrio, con lo cual se buscaba que los peatones encontraran un alivio a su azaroso ir i venir, viendo en aquella enorme pecera humana cómo sí era posible que existieran otro congéneres aún más angustiados y más desdichados que ellos que podían por lo menos descargar sus malas energías yendo de un lado para otro, compadeciéndose de aquellos que como yo debían sufrir la tortura de poner a prueba su paciencia y su tolerancia.
Las otras tres paredes no tenían nada de especial. En todas colgaban avisos con las bondades financieras del banco, de sus caritativas tasas de interés para préstamos de “libre inversión” que siempre estaban buscando el bienestar y la opulencia “de nuestros amigos, porque para nosotros usted es mucho más que un cliente”.
-¡Qué reconfortante!- pensé, mientras seguía recorriendo con la mirada aquella hermosa galería con fotos de electrodomésticos, coches y gente feliz que me miraba con tanta alegría retratada en sus ojos de papel pintado, demostrándome que yo sí estaba en el paraíso; que aquella larga fila era sólo un purgatorio momentáneo en donde reparaba mis faltas contra el siempre bondadoso sistema monetario, pero que en cuanto llegara ante San Cajero sonarían voces y campanas celestiales que me harían seguir al paraíso prometido a través de aquella enorme puerta de acero con timón de barco pirata que se veía justo en la pared situada detrás de las seis sillas de los santos y abnegados contadores de ilusiones ajenas.
Pero algo me sobresaltó, y fue el aviso de letras púrpuras esculpido sobre plástico verde que se encontraba exactamente al lado, en la parte superior izquierda de la puerta, que rezaba: “Esta entrada tiene temporizador y no podrá ser abierta sino en las horas programadas”.
¡Ah, carajo!, ¿y si yo llegaba justo en la hora NO programada? Con angustia miré la hora que había en el reloj al lado del aviso; qué amables, volví a pensar, siempre preocupándose por nuestras necesidades. Eran las 2:55, sólo habían transcurrido cuarenta y ocho minutos desde mi llegada y ya había podido avanzar más de dos metros y medio, sólo me restaban algo más de seis; porque, aclaro, he dicho que había seis puestos, pero se me pasó por alto mencionar que sólo estaban ocupados dos de ellos, ¿los otros cuatro cajeros? Sabría Dios…
Continuará...
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