Hola amigos. Con gran regocijo les presento el primer capítulo de mi novela "Remolinos de hojas secas". Espero que les agrade y espero sus comentarios. Un abrazo para todos.
Mi hermano se está muriendo y aún no le he dicho que lo quiero.
Tampoco puedo hacer nada por él, sólo estar allí como un estúpido,
viendo cómo su cara desfigurada por la hinchazón es una sola costra,
con un turupe como vulgar simulacro de lo que antes fuera su nariz, y
donde se veían sus ojos ahora sólo se asoman algunas pestañas
desflecadas. Su quietud semeja la muerte, pero todos mis sentidos se
concentran en aquellos rechinantes silbidos que surgen de su remedo de
nariz, y sin darme cuenta el ritmo de mi respiración y la suya se
vuelven uno solo. Abrazo con fuerza este maldito busecito hippie, el que
ha sido la causa de mi amargura y de su tragedia, y me enfrasco en
seguir intentando ponerle la rueda rota. Las manos me sudan, el
calor es insoportable, son las once de la mañana y la modorra del
cercano mediodía hace mella en el espíritu abatido de aquellos
momentos. Hasta el viento está quieto. Ni una sola hoja de los árboles
del patio se mueve, y sobre la amplia explanada que se encuentra al
frente de la casa se puede ver con facilidad el vaho que sube de la
tierra quemada. Incluso los lagartos le huyen al resol de ese momento.
En aquella hora sin tiempo ni los sonidos existen. No se ve un solo ser.
Pareciera que bajo el cielo azul infinito y límpido nada tuviera vida,
y aquí adentro de la casa todo es un reflejo exacto de lo que se ve
allá afuera. Mi papá está sentado en la mecedora de solera y
mimbre puesta por él mismo en el rincón más sombrío del cuarto, por
lo que no alcanzo a ver hacia dónde está mirando, aunque, a decir
verdad, creo que mira hacia ninguna parte. Mi mamá, por su parte, se
encuentra recostada en la hamaca que mandó a colgar de un lado a otro
de la habitación, tiene el brazo izquierdo doblado sobre su cara,
tapándole los ojos. Uno podría creer que duerme, a no ser por el sutil
movimiento que hace con el dedo pulgar de su pie derecho sobre el piso.
Vuelvo a mirar a mi hermano y no puedo evitar que dos lágrimas se me
escapen. Él ya tiene diez años y nunca le he dicho que lo quiero, y no
es que no haya querido decírselo, sino que eso se vería muy mal en la
boca de un hombre de ocho años como yo. El ventilador de pie ubicado
al frente de la ventana que da al patio mueve su cabeza de un lado a
otro como queriendo insuflarnos un segundo aliento, pero el aire que
brota de sus aspas es tan seco y ardiente que no aguanto más y me
levanto para apagarlo. Me entretengo un momento viendo cómo su cabeceo va disminuyendo y levanto la mirada para entretenerme con el
inusual espectáculo que me ofrece un gato vagabundo que se atreve a
asomar su esquelética figura bajo aquella canícula. No puedo evitar
una mezcla de admiración y compasión ante semejante osadía causada
seguramente por su necesidad de comida. "Pobre gato", pienso mientras lo
veo desaparecer por la pared, la misma por la que nos hemos escapado mi
hermano y yo para iniciar muchas de nuestras aventuras, como aquellas
en las que jugábamos a los carros con unas latas de sardinas a las que
amarrábamos con una pita y luego les abríamos cuatro agujeros
laterales por donde atravesábamos dos alambres con una tapa de gaseosa
en cada extremo ¡y a rodar por el mundo!, o mejor dicho, por los
innumerables agujeros y recovecos que se encontraban en el gran patio
trasero de nuestra casa, el cual había sido dividido, para efectos de
saber cuál zona sería utilizada como jardín y en cuál estarían los
árboles frutales, en patio y traspatio. En el primero sembró mi
mamá sus adoradas trinitarias, las cabalongas, las rosas de china, la
resedad, el coral, los helechos, el azahar de la india y el azahar de
novia, una mafafa y una cuyo nombre siempre me causó curiosidad, la
llamaba "carácter del hombre". A uno de los costados puso también las
matas eternas de nuestra salud y nuestra desdicha. ¡Ah, qué hermosas
eran!, pero que amargo era su sabor cuando a las tres o cuatro de la
madrugada nos despertaba ella para darnos sus milagrosos purgantes que
acabarían de una sola vez, aunque por desdicha no para siempre, con
toda clase de infecciones y bichos raros que pudieran habitar sin
permiso en nuestro cuerpo. Era una sola cucharada, pero el refluir de
aquella mezcla de sábila, orégano, kerosén, aceite de ricino y "otras
cositas", como solía responder ella cuando afanosamente le
preguntábamos por la fórmula completa del elixir de nuestra pena, era
una tortura solamente soportable con la idea de que toda aquella mezcla
también tenía como ingrediente el amor infinito que nuestra madre nos
profesaba, y que, aún en contra de nuestros deseos, aquella pócima
funcionaba. Del traspatio se ocupó mi papá. Allí sembró un
ciruelo, dos mangos, tres papayos, dos naranjos y un árbol de limón.
También experimentó con un injerto de mango-guayaba y otro de naranja-
papaya, de los cuales no sé realmente qué esperaba cosechar, pero de
los que nunca probamos una sola fruta, aunque llegaron a convertirse en
frondosos árboles que nos dieron a mi hermano y a mí grandes fuentes
de aventuras. En ocasiones, cuando el verano es tan fuerte como el
de ahora, los árboles se secan y el suelo se llena de un reguero de
hojas secas que muy pronto se convierten en un tapete sonoro que cruje
al caminar sobre él, y las ramas se quedan tan desnudas que a veces,
sobre todo en mis noches de miedo, me parece que son las garras huesudas
de unas bestias gigantes que se quieren escapar de su tumba
subterránea. En cambio en el invierno todo es distinto, todo es verdor, frescura y alegría, las flores de mi mamá estallan multicolores y
mezclan sus aromas en una sola y única fragancia que inunda toda la casa. Hoy, como para ponerse a tono con la situación, el patio sólo es un conjunto de árboles secos y flores marchitas sin olor ni color que con
la cabeza gacha miran al suelo con la indiferencia solemne del que ya
únicamente espera el momento de morir de una vez por todas. Y así
me quedo un buen rato mirando esas garras huesudas de los árboles del
patio, hasta que poco a poco me voy quedando ciego con los ojos
abiertos, porque llega un momento en el que viendo, no veo nada, y es
que toda mi atención se ha ido centrando en ese infernal sonido de
tetera recalentada que brota de los cornetes de mi hermano en un ir y
venir que exacerba los nervios, aunque, a decir verdad, y mirándolo en
su justa medida, aquel chirrido es la única señal de que él aún
está con vida. Es como la luz intermitente del faro que brinda una
esperanza, aunque de esperanza ya quede muy poco. Es como si en lugar de
irnos acercando a la orilla salvadora que indica su luz, con cada
momento que pasa nos estuviéramos alejando más de ella. Vuelvo a
mirar a mi hermano y no puedo evitar estrujar el busecito entre mis
manos y sentir que una oleada de sangre hirviente me sube por las orejas
hasta hacer que casi, casi, lo mande contra la pared para verlo volar
reventado en mil pedazos, pero la razón aparece antes y me recuerda que
la culpa no es de él y que por el contrario, lo que tengo que hacer es
terminar de rearmarlo para que cuando mi hermano despierte lo encuentre
como si nada hubiera pasado. Porque mi hermano se va a despertar, se
tiene que despertar. Mi mamá se acomoda en la hamaca, saca la
pierna que tenía en ella y se levanta, va hasta la cama, y con una
lentitud tal que hace parecer que no se estuviera moviendo va acercando
su cara a la de Varo. Con suavidad, como si de pronto se le pudieran
deshacer entre los dedos, le quita los flecos castaños de la cara y se
los peina sobre la frente. Le mira los ojos, o las dos líneas de
pestañas que se ven asomar, y le da un beso. Se yergue de nuevo y se
queda mirando al techo como si estuviera viendo a alguien. Luego se
enjuga el sudor de la cara y vuelve a la hamaca, y mientras se acuesta
va soltando un suspiro que la hace parecer un muñeco inflable al que se
le está saliendo el aire por alguna costura. Ayer la ilusión nos
embargaba a mi hermano y a mí. Ahora miro su cara, o esa masa hinchada
que está sobre la cama, y no puedo descubrir dónde está su risa,
aunque lo peor es que no sé si volverá a reír. Vuelvo a mirar todo a
mi alrededor y nada se mueve, todo está en calma, o eso parece, porque
la verdadera agitación está por dentro, como el bullir del agua
hirviendo dentro de una olla a presión. El doctor no vuelve, ya debería haber vuelto, sobre todo después de haber dejado mi mamá con aquella pregunta sin responder: -¿Doctor, se salvará?
2 comentarios:
Excelente estilo, amigo. Si da ganas de seguir leyendo esta historia, es que la cosa va muy bien... felicitaciones!
daniel
Hola Daniel, muchas gracias por tus palabras.
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